Imagina salir a pasear al parque que hiciste tu hogar cuando, de niño, saliste huyendo de la casa de la playa. Caminar sin más rumbo que el que te marca el sendero que has ido, poco a poco, creando con tus pies arrastrados de forma valiente sobre la hierba cada vez más verde, más fresca y pura. Y encontrar allí, varada en medio de un claro bajo dos sauces, una sirena convertida en piedra.
Creer que, de alguna manera, puedes devolverle la vida.
Humedecerle la sonrisa petrificada con el agua sucia que, sin poder evitarlo, brota de tus lagrimales que ya creías muertos. Acariciarla y prometerte que, aunque tu piel y tu alma también acaben secándose por el sol y el tiempo, te quedarás allí a su lado hasta que la roca que la cubre comience a resquebrajarse, hasta que puedas llevarla de nuevo entre tus brazos hasta la orilla de la que nunca debió salir.
Y descubrir, al ver sus escamas pétreas cubiertas de raíces, que ni tú ni ella volveréis jamás a nadar juntos en el mar.